Los rayos del sol son capaces de
atravesar cualquier ranura,
de ayudar a oxidar los hierros,
de ayudar a crecer las plantas.
Pero no puede atravesar muros, ni
puertas cerradas, ni un cielo cubierto de nubes negras.
Ayuda a vivir, pero no es lo único
imprescindible para la vida.
Me recuerda a ti, a la luz que reflejas
con tu presencia, a los atisbos de tu ser que dejas conocer siempre a
medias, a cuando me enseñaste a que no debía prescindir de ti ni
que eras con quien debía de compartir parte de mi vida.
Aparecías, ayudándome a promover la
vida, como el sol, ambos me dabais la energía que necesitaba para
estar feliz, prefería prescindir incluso a veces de la comida, del
agua, de dormir, si sabía que ibais a permanecer ahí junto a mí.
Pero eso nunca ocurría porque siempre
había muros entre el sol y yo que no permitían recibir sus rayos.
Siempre había muros entre tú yo, que
era imposible rebasarlos.
Y creía que dependía siempre de
vosotros para sobrevivir, y creía que vuestra luz era la que me
encendía de vida.
Pero siempre había días lluviosos en
los que el sol no traspasaba la luz, dejando solo gotas de lluvia y
colores grises en el cielo tildando la tierra de melancolía y
encuentros.
Siempre había días en los que tu
indiferencia me hacía sentir vacía, derramando lágrimas creyendo
que si no te tenía la vida carecía de sentido.
Pero aprendí a vivir días enteros sin
ser rozada por un mínimo atisbo de rayo de sol.
Aprendí a vivir también sin tus
besos, sin tus caricias, y sin el brillo del que se llenaban mis ojos
al ver los tuyos.
Aprendí a vivir conmigo, sin nada más.
Y en eso estoy, haciendo comparaciones
absurdas sobre tú y el sol aún, aunque ya no seáis imprescindibles
en mi vida, me ayudasteis a mantenerla.
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