Lúgubre, se encuentra mi lecho, al ver
que pasa de nuevo otro año en el que tu cuerpo no ocupa el espacio
que compartíamos juntos en el colchón.
Embriagadas que estuvieron mis sábanas
de ti un día, en los que necesitaban tu elixir frecuentemente, pero
la sobriedad que provocaste al irte las dejó en síndrome de
abstinencia.
Las horas del placer de dormir juntos
pasaron a polvos rápidos y a irnos, como si huyéramos de algo.
Huyes de mis ganas de querer pasar
tiempo contigo.
Huyes de la posible idea de pensar que
podríamos estar juntos.
Pero no escapas de mis labios cuando
estás cerca, sino que los buscas.
Cacheas, palpas, exploras cada
centímetro de mí para reconocer el cuerpo que algún día con
frecuencia tocabas y que sigues conociéndolo igual de bien que
entonces.
Reconoces la suavidad del tacto de mi
piel, la textura del piercing de mis labios, y el encaje perfecto de
nuestras bocas, que siempre lo fue.
Pero llegas y desapareces, lo justo
para saber que sigo siendo yo y que aún no has encontrado a nadie
mejor que me reemplace, y lo necesario para no volver a equivocarnos
convirtiéndonos de nuevo en una pareja que no se entiende.
Por el miedo a equivocarte es utópica
la idea de verte dos veces al mes.
Por el miedo a que de nuevo haya alguna
lágrima en los rostros, a que tu tiempo de oro sea de nuevo
compartido con alguien más, a que tu cama no me vuelva a echar de
menos.
Por todas las parejas que terminan su
relación y siguen viéndose.
“Hoy te puedes conformar con un polvo
y nada más”.
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